Esta semana hablaba con varias amigas que lo de ir a terapia también tiene su punto negativo. Que cuando te pones las gafas pasa como con el machismo: ya no puedes dejar de ver cosas que están mal por todos lados. Patrones, traumas, ataques, reacciones, ausencias, carencias.
Casi todas mis amigas (mujeres) van a terapia; casi ninguno de mis amigos (hombres) va a terapia. Tenemos complejo de salvadoras incluso trabajándonos para dejar de serlo. Desde hace unos años a esta parte no hay conversación que no gire en torno al punto de salud mental en el que estamos. Lo siento por nuestras psicólogas (que casi siempre también son mujeres), porque están en boca de todas. Ya hasta parece una red flag que alguien te diga que jamás ha pisado una consulta, que jamás se ha planteado dos o tres preguntas cruciales sobre sí mismo/a. Y, claro, es que cuando coges el ascensor emocional hay mucha gente que lamentablemente se queda en el piso 0.
Creo que es algo generacional. Los millennials somos la primera generación que ha puesto el puño encima de la mesa con la salud mental. Después de varias generaciones silenciadas por el contexto social, empujadas a sobrevivir y más tarde a producir, la nuestra es la primera que se puede permitir el privilegio de pararse a pensar. En muchos sentidos lo hemos tenido todo dado, incluido un punto de inflexión para replantearnos literalmente todo. Fuimos criados en promesas que son imposibles de cumplir porque arrastramos toneladas de traumas heredados. Cargamos expectativas que no son nuestras en un mundo que nada se parece al de cuando crecimos.
Así que hemos roto con lo estable, con los para siempre, los “es lo que hay”, la autoexigencia, el perfeccionismo. Bueno, lo estamos intentando. Nuestro rol es otro, más activo, más consciente: recibir la bala del clan familiar, sanar la herida, fomentar los cuidados desde adentro. En definitiva, ser realistas, ser vulnerables.
Después de trabajarte durante un tiempo, acudes a una comida familiar y ahí están. Todos los patrones relucientes, clonándose en diferentes caras y voces de manera sistémica. Los bucles que nadie frena porque nadie los ve. Dinámicas con una falta de empatía brutal que se normalizan entre gambas, turrón y brindis. Es sorprendente cómo familias totalmente disfuncionales en lo emocional, se las apañan de alguna manera para funcionar perfectamente en lo logístico, al menos de cara a la galería.
Últimamente leo mucho eso de que el árbol familiar también se poda. Y sí, es necesario limpiar el entorno si resulta excesivamente dañino, independientemente de la sangre. Pero me parece importantísimo saber pertenecer. No solo cortar esas hojas marchitas, sino hurgar en las raíces y limpiar desde ahí para que puedan crecer ramas más robustas. Hacer gala, precisamente, de la inteligencia emocional que a generaciones anteriores les falta y que, por tanto, a nosotros nadie nos ha enseñado. Poner en práctica la compasión y la comprensión, que parece facilito, pero es justo lo contrario.
No es lo mismo ir a terapia que vivir un proceso terapéutico. Vamos, que tú puedes ir cada mes a contarle tu vida tu psicólogo/a, pero si no te pones las pilas no vas a ver evolución. Y cuesta, y duele, y el precio es muy muy caro. Recuerdo la primera sesión a la que fui y le dije a Cristina: “yo quiero sacar petróleo, quiero sentarme en esta silla y no levantarme hasta que por dentro esté todo limpio”. Y ahí sigo casi cuatro años después. Aquel día Cristina me puso el símil de una hilera de cerillas quemándose, donde una se descuelga y frena el incendio para las demás. “Esa eres tú en tu clan familiar”. Y, la verdad, es la mejor decisión que he tomado nunca y de la que más orgullosa me siento.
Discrepo con la afirmación de que no todo el mundo deba ir a terapia. Más bien, creo que no a todo el mundo le va a servir, porque requiere de muchísima valentía mirarse en un espejo y ver las partes más feas y sucias, las partes que miras de reojo o las que no miras, directamente, porque dan demasiado miedo. Pero conocerse me parece un proceso necesario, rico, beneficioso no solo para uno mismo, sino para todo tu entorno. Si cambias tú, cambia todo a tu alrededor. Doy fe.
Ir a terapia te reconcilia con tu niño/a interior, con la niña y el niño que (todavía) son tus padres, tu pareja, tus amigos, tus compañeros de trabajo. Hace poco veía la serie Adolescence en Netflix y me encantó la forma en la que se muestra que los pequeños monstruos de nuestra sociedad no nacen, se crean. Los creamos todos. Me parece una responsabilidad sanarte para no ir dejando cadáveres emocionales a tu paso, especialmente si tienes hijos.
Resulta acojonante cómo unos años de infancia pueden determinar todo el resto de tu vida. Cómo un evento traumático que viviste con 5 años te hará tropezar hasta que te mueras si no aprendes a superarlo. Cómo barrer la basura debajo de la alfombra y seguir hacia delante, spoiler, no funciona. Cómo inconscientemente irás buscando en otros vínculos lo que has aprendido en tus primeros años de vida o, precisamente, lo que nunca tuviste.
Hace mucho tiempo mi psicóloga me recomendó tener siempre a la vista una foto mía de pequeña y tener en cuenta que yo soy ella, hablarle, hacer cosas por ella. No pongo la fotografía, la verdad, no siempre me sienta bien, pero intento tenerla en mente a menudo. Recordarme que ahora soy la adulta que en muchas ocasiones esa niña no tuvo al lado.
Creo que ir a terapia te ayuda a diferenciar lo que es tu herida de la de otros. Castigarte menos por cosas que no tienen sentido y poner el foco en las que estás obviando. Es un proceso largo, tedioso, una lucha diaria y continua contigo mismo/a. Pero esta vez el sufrimiento tiene un fin, las preguntas tienen respuestas y los tropiezos, en algún punto, ya no sucederán más.
Ir a terapia nos ayuda a perdonar a quienes no nos quisieron como necesitábamos y a nosotros mismos, por buscar que nos quisieran en los sitios erróneos.
"Yo quiero sacar petróleo, quiero sentarme en esta silla y no levantarme hasta que por dentro esté todo limpio”. BUENÍSIMO😂😂❤️
Hola, una de las amigas soy yo.
Qué trabajo más intenso y qué difícil y duro el proceso. Cuánto esfuerzo y cuanta lucha interna requiere pero qué orgullo que seamos capaces de hacerlo.
En una sociedad donde las emociones siguen midiéndose bajo la vara de la debilidad, ser y mostrarse vulnerable es el mayor ejemplo de valentía.